Es decepcionante, por decir lo menos, lo que viene sucediendo con el servicio a bordo prestado por las distintas aerolíneas colombianas y extranjeras que surcan los aires en su visible propósito de reducir las distancias y con ello contribuir al mejoramiento de la competitividad nacional y el bienestar de la población. Ha sido tal su deterioro que solo su condición de monopolio de algunas de ellas puede explicar lo que a diario acontece. Circunstancias ante las cuales, como viajeros frecuentes u ocasionales, poco o nada podemos hacer, más allá de tragarnos la ira y la tristeza, porque tampoco sirve, aunque sus directivas digan lo contrario, hacer sentir nuestro desconsuelo y nuestra voz de protesta.
Si bien es cierto las aerolíneas colombianas han mejorado de manera sensible su puntualidad, en la mayor parte de ellas la atención a bordo es bastante deficiente. Con actitudes displicentes de algunos de sus sobrecargos ya ni se transmite una sensación de amabilidad y respeto. Su accionar se ha quedado en una perniciosa y mecánica repetición de procesos que no sienten en la profundidad de su ser. Es verdaderamente excepcional encontrar en los mostradores de chequeo de pasajeros y maletas empleados a quienes se les vea un real sentimiento de alegría por atender al pasajero. Hasta sus sonrisas parecen postizas y preparadas con cuidadosa antelación para una función teatral.
Ya a bordo la actitud es aún más frustrante. Las indicaciones parecen como para un funeral y los regaños, el ceño fruncido, y la soberbia actitud apoyada muy seguramente en las “políticas de la compañía”, tan solo reflejan un descarado y vergonzante desprecio por el cliente quien solo debe limitarse a obedecer las órdenes impartidas y punto. Ya ni las “instrucciones” del piloto son escuchadas ya que es toda una proeza entender la gangosa voz que emiten los obsoletos sistemas de sonido de las aeronaves.
Ni qué decir de los “refrigerios” que se ofrecen. Ya ni se le brinda a los viajeros algo “sólido” que mitigue sus a veces interminables horas de espera en los aeropuertos. El “menú” es cada vez más escaso, prácticamente inexistente. Ya ni las “achiras” se pueden degustar. Escasamente se puede ingerir gaseosa, café, algún jugo o agua a la que ya ni hielo se le agrega. Y menos imaginar que un pasajero pueda degustar un desayuno, un almuerzo, o una cena, no importando ni la hora ni la duración del trayecto. Y por supuesto que tampoco importa si el viajero frecuente o momentáneo requiere consumir alguna dieta especial porque ya ni siquiera productos dietéticos son ofrecidos. ¿Será que el costo de estos refrigerios impacta de tal manera los costos de las aerolíneas que no los pueden absorber no obstante las altas tarifas que siempre han ido en ascenso?
Ya prácticamente no existe una clara diferenciación para quienes viajando en clase ejecutiva han pagado extravagantes tarifas, puesto que para ellos tampoco existen consideraciones distintas, a no ser de contar con una aeromoza “atendiendo” solo a 12 pasajeros, un baño “exclusivo” y uno que otro licor adicional con el cual el viajero quiera matar sus nervios.
En definitiva, un genuino revolcón debería llevarse a cabo en el interior de estas empresas de aviación a fin de prepararse para cuando, ojalá algún día suceda, los cielos se abran y la competencia entre con toda su vigorosidad. Ojalá las evidencias les hagan entender que muchos de quienes viajamos en sus aparatos solo lo hacemos porque no tenemos una alternativa distinta y no porque nos encontremos satisfechos con su ineficiencia y descortesía. Ojalá comprendan algún día que es el monopolio el que ostentan y no sus estrategias y políticas de marketing las que las mantienen vivas y rentables y que una política de oídos sordos a la voz del mercado abre siempre el sendero hacia la quiebra y la bancarrota, al menos esa es la experiencia de la mayor parte de las empresas que han debido abandonar el mercado de manera estrepitosa.
ALFILER: Produce desconsuelo y frustración lo que está sucediendo a lo largo y ancho del país frente al escándalo de Odebrecht. En cualquier país serio y con instituciones fuertes, ya se habría derrumbado tal sarta de mentiras esgrimidas por los funcionarios y los empresarios implicados. Pero es más grave aún el susto que produce la Fiscalía General de la Nación entre quienes se atreven a cuestionar las innegables contradicciones en las que ha caído al momento de defenderse de lo que es más que evidente: sabía de muchos delitos y no se declaró impedido –peor, lo negó antes de posesionarse como Fiscal-. Las declaraciones y las pruebas dejadas por Jorge Enrique Pizano, así lo constatan. Muchos periodistas y senadores viven aciagos momentos de intimidación, seguimiento y amenazas que ya pensábamos se habían quedado en nuestra historia reciente. ¡Qué tristeza!
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