En medio de la tradicional informalidad que ha caracterizado a buena parte de los mercados más populares del país y que ha tocado a grandes capas de la población como forma de resolver su diaria supervivencia, puede verse en muchos rincones de las ciudades colombianas, particularmente en sus áreas centrales, un río humano de vendedores desgañitándose por convencer a cuanto transeúnte pasa frente a sus angustias.
Casi bajo nuestros pies, con manteles y “exhibidores” improvisados, emergen de la imaginación de estos vendedores todo tipo de expresiones populares y tradicionales vocablos para persuadir a quienes a duras penas pueden moverse entre el calor o el frío y el agite que se produce en cada rincón popular donde haya suficiente espacio para extender la mercancía.
Literalmente, tirados en el piso, puede apreciarse toda suerte de productos que se expenden al detal y donde se llevan a cabo las más ancestrales prácticas comerciales que nos han caracterizado como raza diversa en lo particularmente cultural y lo estrictamente étnico. Pueden verse: zapatos, libros usados, peines, cepillos, radios, cremas, menjurjes, relojes de cuerda, martillos, manillas, materas, ganchos para la ropa, puntillas, candados, tapas para la olla, encendedores y cuanta chuchería se le ocurre al vendedor de la calle, de la acera.
Aunque a muchos les incomode, por aquello de la invasión del “espacio público”, estas áreas comunes se han convertido en la mejor vitrina de exhibición del esfuerzo vital de estos colombianos. Todos ellos, dedicados al rebusque, muestran los productos que se empeñan en vender como sea, incluso en contra de las disposiciones oficiales y desafiando no solo a las autoridades, sino al tiempo, a la inclemencia que por nuestras tierras se siente con fuerza inusitada. No les importa el sol bajo el cual sudan de manera copiosa, ni el frío que cala los huesos, ni tampoco la lluvia de la que huyen mientras los aguaceros arrecian. Siempre están ahí, dispuestos a encontrar el sustento propio y el de sus familias a cambio de hacer los más “sensacionales descuentos”, recurriendo al regateo como forma de asegurar la transacción comercial y dejando siempre la sensación de entrega total, de dedicación exclusiva. Algunos de ellos piden precios elevados para luego irlos bajando a medida que el cliente pide con insistencia la consabida “rebajita” y con ello, pueda encontrar mejores precios por el artículo escogido. Otros, por el contrario, tienen precios fijos que se rehúsan a disminuir.
Hay que ver la audacia y la imaginación que despliegan estos hombres y mujeres para llamar la atención de los peatones quienes a duras penas pueden desplazarse entre cuanto cacharro se exhibe en la calle, en la acera, en la esquina, frente al semáforo. Detrás de sus rostros cansadosy a veces tristes y apesadumbrados aunque siempre “alegres”, puede percibirse la convicción que de sus palabras se desprende en su continua puja de precios, procurando demostrar que comprenden a sus potenciales consumidores, que desarrollan impulsivas estrategias para conquistar compradores, pero sobre todo, que se preocupan por conservar a sus, por momentos, esquivos clientes.
Se ha popularizado tanto esta costumbre comercial en todo el país que ya no es extraño escuchar entre jóvenes y adultos que el producto fue comprado en el “agáchate”, casi como comparándolo con el local legalmente establecido, con el centro comercial, con el punto de venta exclusivo de alguna marca reconocida. El “agáchate”, por haberse metido en lo más profundo del alma nacional, ya hace parte del inventario cultural del que tanto nos sentimos orgullosos pero del que poco conocemos o evitamos conocer. Es una expresión más de esa forma de abordar no solamente las deficiencias económicas que acechan a la mayor parte de la población, sino sobre todo, es una práctica comercial que hay que contabilizar cada vez que desde el marketing pretendamos abordar nuestra propia realidad mercantil. “Agáchate” que se niega a morir no obstante los continuos ataques que desde distintas orillas e intereses económicos y políticos se les ha hecho desde tiempos inmemorables. Se niegan a fenecer no solo porque son inusitados y eficientes medios de subsistencia, sino porque buena parte de sus consumidores siguen adquiriendo los productos que allí se expenden.
ALFILER: ¿Hasta cuándo actuarán las autoridades electorales frente al gigantesco fraude que parece haberse cometido en las pasadas elecciones de la primera vuelta presidencial? Las evidencias son innegables. No solo se han mostrado a través de las redes sociales, sino que el mismo Fiscal General de la Nación lo ha reconocido, al menos para las elecciones de Senado y Cámara de Representantes. ¿Cómo se explica que a pesar de haber reconocido la compra y venta de votos como prácticas “nauseabundas”, el fiscal haya decidido darlas a conocer tan solo después de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales? Sencillamente increible. El grado de corrupción del sistema electoral es de tal dimensión, que genera muchas más desconfianza de la que el mismo apático registrador se ha dignado en reconocer. ¿Hasta dónde llegaremos con la indolencia y la irresponsabilidad de nuestras autoridades jurídicas y electorales?
Instagram: dagobertoparamo
Comentarios
Publicar un comentario