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GUAYABO ELECTORAL. Dagoberto Páramo Morales



Es indudable que a los políticos perdedores les debe estar costando trabajo comprender las consecuencias de lo mal hecho. De no haber entendido el temperamento político y las circunstancias de la coyuntura económica y social que vive el país en estos instantes aciagos y desenfrenados. De no haber asimilado ese tradicionalismo mal entendido que en la politiquería colombiana sigue buscando mantenerse a costa del voto amarrado y la componenda, desconociendo el papel del marketing como proceso simbólico de consumo. De no haber descubierto que una parte de la población colombiana –mínima, es cierto- está despertando y ya no escucha a tanto gamonal que aún anda suelto haciendo trampa por doquier. De no cerciorarse que una parte de la opinión pública colombiana está hastiada de los elevados niveles de corrupción y de la intransigente defensa de los intereses de la minoría en contra de los anhelos de la inmensa mayoría del pueblo colombiano.

Bastante difícil asumir el guayabo electoral de la mañana siguiente cuando el producto político no fue comprado como sus fabricantes lo añoraron durante meses de preparación para el fallido lanzamiento, por más que fue intensamente promocionado, debidamente cobrado, estratégicamente distribuido a lo largo y ancho de la cobertura geográfica de cada circunscripción electoral y, sobre todo, adecuadamente empaquetado con ropajes de moda, discursos altisonantes, fotos sugestivas e infundadas plataformas políticas que a pocos convencieron.

Nada fácil debe haber sido comprender -aceptando que ya lo hicieron- que los consumidores políticos (los electores) han aprendido y ahora han despertado ante el inmenso caudal de opciones con las cuales la competencia política inundó el mercado (el escenario político) con ofertas diferenciadas y mucho más cercanas de sus corazones esquivos. No han entendido estos “descrestadores de calentanos” que atrás han quedado aquellos, en otrora, desprevenidos consumidores quienes producto de ciertos monopolios electoreros, tenían poca o ninguna alternativa diferente que la de adquirir el único producto disponible en todo el perímetro de su vereda o comunidad olvidada.

Complicado debió haber resultado para muchos de estos políticos de ensoberbecido linaje y tradición electorera, entender que el marketing obedece al cuidadoso y detallado estudio de las condiciones de vida de sus potenciales compradores para ofrecérselo con responsabilidad y convicción social, y no a la avalancha desbocada de dinero gastado en comunicaciones y pasacalles insulsos y sin significado alguno para el elector inundado de ofertas por doquier. Que el simbolismo impreso en el comportamiento, explicado a su vez por el cúmulo de valores que caracterizan a nuestra desvertebrada sociedad, ha sido la base de aquellas campañas electorales silenciosas pero efectivas, calladas pero cargadas de contacto con sus electores a quienes conocen en la intimidad de sus vidas y no en la superficialidad de un almuerzo a la carrera ni en la fragilidad de una visita por compromiso e inmediata conveniencia.

En estruendosa e impensable derrota debió haberle resultado a aquellos, quienes con altivez y evidente ignorancia, fueron capaces de desdeñar y despreciar, abierta o soterradamente, el inmenso poder que comporta la aplicación sesuda y planeada del marketing en el marco de una cultura dada y bajo determinadas circunstancias.

Situación producida, muy seguramente, ya sea por su declarada e inexplicable incapacidad de interpretar las aristas del fenómeno político nacional que ha adquirido visos inusitados, ya sea porque confiados en la tradición de un marketing masivo e impersonal, estos políticos de carrera continúan parapetados tras las bambalinas que las maquinarias les han producido durante centurias, o ya sea, simplemente, porque el divorcio con la realidad es de tal envergadura que apenas alcanzaron a repetir discursos infinitos que nadie oyó ni entendió. Pero sea cual fuese la razón, el guayabo que los embarga los debe estar matando lenta, paulatina pero sobre todo financieramente.

ALFILER: Inaceptable el papel jugado por la Registraduría Nacional del Estado Civil (algunos la llaman ahora la fotocopiaduría) por su grado de improvisación y de irresponsabilidad con los tarjetones de las consultas interpartidistas. Pero lo peor no es eso. Lo más inexplicable es que hoy ni nunca nadie puede certificar la exactitud de tales convocatorias. El registrador decidió no digitalizar los resultados. ¿Habrá alguna razón más allá de algunos sospechosos y mezquinos intereses de mecánica ideológica y política? ¿Cómo puede confiarse en una organización en la que no se tiene control sobre la cantidad de votos sufragados habíendose detectado tantas irregularidades por algunos jurados inescrupulosos? Y luego nos quejamos de lo que sucede en otros países en la clásica fórmula de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. ¿Por qué no se implementa el voto electrónico? ¿Miedo a descubrir lo que se esconde detrás de la llamada “democracia más antigua de América Latina”?


Instagram: dagobertoparamo



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