Es
indudable que a los políticos perdedores les debe estar costando trabajo
comprender las consecuencias de lo mal hecho. De no haber entendido el
temperamento político y las circunstancias de la coyuntura económica y social
que vive el país en estos instantes aciagos y desenfrenados. De no haber
asimilado ese tradicionalismo mal entendido que en la politiquería colombiana
sigue buscando mantenerse a costa del voto amarrado y la componenda,
desconociendo el papel del marketing como proceso simbólico de consumo. De no
haber descubierto que una parte de la población colombiana –mínima, es cierto-
está despertando y ya no escucha a tanto gamonal que aún anda suelto haciendo
trampa por doquier. De no cerciorarse que una parte de la opinión pública
colombiana está hastiada de los elevados niveles de corrupción y de la
intransigente defensa de los intereses de la minoría en contra de los anhelos
de la inmensa mayoría del pueblo colombiano.
Bastante
difícil asumir el guayabo electoral de la mañana siguiente cuando el producto
político no fue comprado como sus
fabricantes lo añoraron durante meses de preparación para el fallido
lanzamiento, por más que fue intensamente promocionado, debidamente cobrado,
estratégicamente distribuido a lo largo y ancho de la cobertura geográfica de
cada circunscripción electoral y, sobre todo, adecuadamente empaquetado con
ropajes de moda, discursos altisonantes, fotos sugestivas e infundadas
plataformas políticas que a pocos convencieron.
Nada
fácil debe haber sido comprender -aceptando que ya lo hicieron- que los
consumidores políticos (los electores) han aprendido y ahora han despertado
ante el inmenso caudal de opciones con las cuales la competencia política
inundó el mercado (el escenario político) con ofertas diferenciadas y mucho más
cercanas de sus corazones esquivos. No han entendido estos “descrestadores de calentanos” que atrás
han quedado aquellos, en otrora, desprevenidos consumidores quienes producto de
ciertos monopolios electoreros, tenían poca o ninguna alternativa diferente que
la de adquirir el único producto disponible en todo el perímetro de su vereda o
comunidad olvidada.
Complicado
debió haber resultado para muchos de estos políticos de ensoberbecido linaje y
tradición electorera, entender que el marketing obedece al cuidadoso y
detallado estudio de las condiciones de vida de sus potenciales compradores
para ofrecérselo con responsabilidad y convicción social, y no a la avalancha
desbocada de dinero gastado en comunicaciones y pasacalles insulsos y sin
significado alguno para el elector inundado de ofertas por doquier. Que el
simbolismo impreso en el comportamiento, explicado a su vez por el cúmulo de
valores que caracterizan a nuestra desvertebrada sociedad, ha sido la base de
aquellas campañas electorales silenciosas pero efectivas, calladas pero
cargadas de contacto con sus electores a quienes conocen en la intimidad de sus
vidas y no en la superficialidad de un almuerzo a la carrera ni en la
fragilidad de una visita por compromiso e inmediata conveniencia.
En
estruendosa e impensable derrota debió haberle resultado a aquellos, quienes
con altivez y evidente ignorancia, fueron capaces de desdeñar y despreciar,
abierta o soterradamente, el inmenso poder que comporta la aplicación sesuda y
planeada del marketing en el marco de una cultura dada y bajo determinadas
circunstancias.
Situación
producida, muy seguramente, ya sea por su declarada e inexplicable incapacidad
de interpretar las aristas del fenómeno político nacional que ha adquirido
visos inusitados, ya sea porque confiados en la tradición de un marketing
masivo e impersonal, estos políticos de carrera continúan parapetados tras las
bambalinas que las maquinarias les han producido durante centurias, o ya sea,
simplemente, porque el divorcio con la realidad es de tal envergadura que
apenas alcanzaron a repetir discursos infinitos que nadie oyó ni entendió. Pero
sea cual fuese la razón, el guayabo que los embarga los debe estar matando
lenta, paulatina pero sobre todo financieramente.
ALFILER:
Inaceptable el papel jugado por la Registraduría Nacional del Estado Civil (algunos
la llaman ahora la fotocopiaduría) por su grado de improvisación y de
irresponsabilidad con los tarjetones de las consultas interpartidistas. Pero lo
peor no es eso. Lo más inexplicable es que hoy ni nunca nadie puede certificar
la exactitud de tales convocatorias. El registrador decidió no digitalizar los
resultados. ¿Habrá alguna razón más allá de algunos sospechosos y mezquinos
intereses de mecánica ideológica y política? ¿Cómo puede confiarse en una
organización en la que no se tiene control sobre la cantidad de votos
sufragados habíendose detectado tantas irregularidades por algunos jurados
inescrupulosos? Y luego nos quejamos de lo que sucede en otros países en la
clásica fórmula de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. ¿Por
qué no se implementa el voto electrónico? ¿Miedo a descubrir lo que se esconde
detrás de la llamada “democracia más antigua de América Latina”?
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dagobertoparamo
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