Ojalá
algún día tanto senadores como representantes a la Cámara puedan dimensionar el
verdadero peso que tiene su imagen en los reales niveles de aceptación que
puedan tener entre sus potenciales o actuales electores. Bueno, si eso les
importara realmente. Si lograran comprender la efectiva trascendencia que
reviste la imagen de marca de cualquier producto, sea éste tangible o
intangible, en la recompra –lealtad- muy seguramente aprovecharían de mejor
manera las cámaras de televisión que cada semana les son puestas a su
disposición.
Con
ello dejaríamos de ver ese triste espectáculo semanal que deja mucho que desear
de los llamados “padres de la patria”,
responsables de todo el enjambre jurídico que regula nuestras vidas y las de
los nuestros. Las situaciones que allí pueden apreciar quienes, interesados en
la cosa pública y la influencia que ésta tiene en el devenir de los negocios “gastan” horas y horas frente a la
pantalla chica, no tienen nombre.
Con
honrosas y contadas excepciones de unos cuantos a quienes no solamente se les
puede ver en todas las sesiones –aplicados y haciendo la tarea- sino
concentrados en el cumplimiento de la función legislativa para la que fueron
elegidos, buena parte de senadores y representantes se les ve en unas actitudes
francamente incomprensibles.
Hay
que ver el fondo de lo que en este “sagrado
recinto de la democracia” sucede mientras alguno de los congresistas “debate” los temas para los que fueron
convocados. En tanto alguno de ellos despliega sus mejores esfuerzos para
hilvanar un discurso coherente con el cual pueda persuadir o disuadir a sus
compañeros de bancada, muchos más se dedican a actividades que en nada
contribuyen al mejoramiento de su ya por cierto deteriorada imagen. No es
extraño, por ello, ver a muchos congresistas hablar por celular, conversar con
algún ministro quien busca su apoyo para votar favorablemente los proyectos
gubernamentales, dialogar con su compañero de curul soltando grandes
carcajadas, deambular por las otras curules, o simplemente abandonar el recinto
ya sea para ausentarse en forma definitiva, o para discutir con quienes
haciéndoles “lobby” lo esperan para
inclinar la balanza de la ley hacia determinado lado, por ejemplo.
Y
si estos vicios son condenables, lo son más aún por la gran cantidad de curules
vacías que se pueden ver casi en cualquiera de las interminables horas que
debemos soportar los colombianos. El notable ausentismo produce verdadera pena
ajena entre quienes nos sentimos orgullosos de las instituciones que poseemos.
Por
momentos es tal la soledad en estos recintos que pareciera que todos los
televidentes estuvieran asistiendo a un velorio del enemigo público más odiado
y despreciado de toda la comarca. El desierto es de tal dimensión que por más
que los camarógrafos –públicos o privados- quieran taparlo haciendo “truquitos” con sus cámaras para no hacer
amplias tomas panorámicas, siempre todos vemos las sillas vacías y a uno que
otro “despistado” congresista quien,
bostezo en mano, hace esfuerzos casi sobrehumanos para no dormirse. Llaman la
atención los malabares que hacen los técnicos de la televisión estatal haciendo
tomas desde diferentes ángulos con la única intención de tapar lo inocultable,
el ancestral ausentismo que ha caracterizado estas corporaciones públicas. Y
ello es más grave aún cuando se supone que se están realizando las “plenarias” sobre los grandes “debates” de enorme interés para el
presente y el futuro de la nación.
Infortunadamente
estas negativas y enraizadas costumbres pululan mucho más de lo que ellos
mismos quieren aceptar. Se ha llegado hasta el “colmo” que muchas de las sesiones no pueden dar inicio de acuerdo
con su propia programación por la falta de quórum, o incluso algunos de los “debates” no pueden concluirse, porque
cuando han de tomarse las decisiones no aparece el número mínimo que la misma
legislación aprobada por ellos exige, ni siquiera para ilustrarse sobre el tema
en cuestión. O, lo que es peor aún, algunos reclaman para sí como una de sus
grandes características diferenciadoras la de “soportar pacientemente” hasta altas horas de la noche un turno para
hablar, como si esa no fuera la función para la cual todos los colombianos los
hemos elegido.
Como
puede verse, ni siquiera los mismos congresistas contribuyen al mejoramiento de
la deteriorada imagen que a lo largo de los años ellos mismos se han encargado
de tejer. Lo cual es aún más sorprendente si a estas percepciones se le agrega
la apreciación que muchos colombianos tienen de que el congreso es un lugar de
corrupción, tráfico de influencias, corruptelas y componendas en busca de la
repartición del ponqué burocrático oficial.
Por
suerte, para ellos, en Colombia el voto no solamente se consigue a través de
las prácticas más reconocidas del marketing moderno, sino que, infortunadamente
para nosotros, existen otras razones para garantizar su continuidad, asociadas,
como se sabe, a los conocidos caciquismos locales o regionales y, por supuesto,
a la corrupción que campea por sus pasillos. De lo contrario, en cuántas se
verían estos personajes para asegurarse su reelección.
Y
eso que estamos hablando solo de la forma porque en cuanto al contenido del
producto “congresista”, el panorama
es aún más sombrío.
AFILER: ¿Qué tal las del senador Álvaro Uribe, mintiendo
ante el dolor producido por el execrable atentado perpetrado en el Centro Andino
de Bogotá? Más impresionante es ver el desfile de sus seguidores tratando de demeritar
la tecnología que desnudó la ruindad de su alma. Para su fortuna, en Colombia
nada ni nadie lo toca. Hasta en países que algunos consideran más atrasados, a
los ex-presidentes les llega su turno; en el nuestro, no.
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