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CONGRESISTAS. Dagoberto Páramo Morales


Ojalá algún día tanto senadores como representantes a la Cámara puedan dimensionar el verdadero peso que tiene su imagen en los reales niveles de aceptación que puedan tener entre sus potenciales o actuales electores. Bueno, si eso les importara realmente. Si lograran comprender la efectiva trascendencia que reviste la imagen de marca de cualquier producto, sea éste tangible o intangible, en la recompra –lealtad- muy seguramente aprovecharían de mejor manera las cámaras de televisión que cada semana les son puestas a su disposición.
Con ello dejaríamos de ver ese triste espectáculo semanal que deja mucho que desear de los llamados “padres de la patria”, responsables de todo el enjambre jurídico que regula nuestras vidas y las de los nuestros. Las situaciones que allí pueden apreciar quienes, interesados en la cosa pública y la influencia que ésta tiene en el devenir de los negocios “gastan” horas y horas frente a la pantalla chica, no tienen nombre.
Con honrosas y contadas excepciones de unos cuantos a quienes no solamente se les puede ver en todas las sesiones –aplicados y haciendo la tarea- sino concentrados en el cumplimiento de la función legislativa para la que fueron elegidos, buena parte de senadores y representantes se les ve en unas actitudes francamente incomprensibles.
Hay que ver el fondo de lo que en este “sagrado recinto de la democracia” sucede mientras alguno de los congresistas “debate” los temas para los que fueron convocados. En tanto alguno de ellos despliega sus mejores esfuerzos para hilvanar un discurso coherente con el cual pueda persuadir o disuadir a sus compañeros de bancada, muchos más se dedican a actividades que en nada contribuyen al mejoramiento de su ya por cierto deteriorada imagen. No es extraño, por ello, ver a muchos congresistas hablar por celular, conversar con algún ministro quien busca su apoyo para votar favorablemente los proyectos gubernamentales, dialogar con su compañero de curul soltando grandes carcajadas, deambular por las otras curules, o simplemente abandonar el recinto ya sea para ausentarse en forma definitiva, o para discutir con quienes haciéndoles “lobby” lo esperan para inclinar la balanza de la ley hacia determinado lado, por ejemplo.
Y si estos vicios son condenables, lo son más aún por la gran cantidad de curules vacías que se pueden ver casi en cualquiera de las interminables horas que debemos soportar los colombianos. El notable ausentismo produce verdadera pena ajena entre quienes nos sentimos orgullosos de las instituciones que poseemos.
Por momentos es tal la soledad en estos recintos que pareciera que todos los televidentes estuvieran asistiendo a un velorio del enemigo público más odiado y despreciado de toda la comarca. El desierto es de tal dimensión que por más que los camarógrafos –públicos o privados- quieran taparlo haciendo “truquitos” con sus cámaras para no hacer amplias tomas panorámicas, siempre todos vemos las sillas vacías y a uno que otro “despistado” congresista quien, bostezo en mano, hace esfuerzos casi sobrehumanos para no dormirse. Llaman la atención los malabares que hacen los técnicos de la televisión estatal haciendo tomas desde diferentes ángulos con la única intención de tapar lo inocultable, el ancestral ausentismo que ha caracterizado estas corporaciones públicas. Y ello es más grave aún cuando se supone que se están realizando las “plenarias” sobre los grandes “debates” de enorme interés para el presente y el futuro de la nación.
Infortunadamente estas negativas y enraizadas costumbres pululan mucho más de lo que ellos mismos quieren aceptar. Se ha llegado hasta el “colmo” que muchas de las sesiones no pueden dar inicio de acuerdo con su propia programación por la falta de quórum, o incluso algunos de los “debates” no pueden concluirse, porque cuando han de tomarse las decisiones no aparece el número mínimo que la misma legislación aprobada por ellos exige, ni siquiera para ilustrarse sobre el tema en cuestión. O, lo que es peor aún, algunos reclaman para sí como una de sus grandes características diferenciadoras la de “soportar pacientemente” hasta altas horas de la noche un turno para hablar, como si esa no fuera la función para la cual todos los colombianos los hemos elegido.
Como puede verse, ni siquiera los mismos congresistas contribuyen al mejoramiento de la deteriorada imagen que a lo largo de los años ellos mismos se han encargado de tejer. Lo cual es aún más sorprendente si a estas percepciones se le agrega la apreciación que muchos colombianos tienen de que el congreso es un lugar de corrupción, tráfico de influencias, corruptelas y componendas en busca de la repartición del ponqué burocrático oficial.
Por suerte, para ellos, en Colombia el voto no solamente se consigue a través de las prácticas más reconocidas del marketing moderno, sino que, infortunadamente para nosotros, existen otras razones para garantizar su continuidad, asociadas, como se sabe, a los conocidos caciquismos locales o regionales y, por supuesto, a la corrupción que campea por sus pasillos. De lo contrario, en cuántas se verían estos personajes para asegurarse su reelección.
Y eso que estamos hablando solo de la forma porque en cuanto al contenido del producto “congresista”, el panorama es aún más sombrío.

AFILER: ¿Qué tal las del senador Álvaro Uribe, mintiendo ante el dolor producido por el execrable atentado perpetrado en el Centro Andino de Bogotá? Más impresionante es ver el desfile de sus seguidores tratando de demeritar la tecnología que desnudó la ruindad de su alma. Para su fortuna, en Colombia nada ni nadie lo toca. Hasta en países que algunos consideran más atrasados, a los ex-presidentes les llega su turno; en el nuestro, no.

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