Duele, sin duda, la muerte en forma repentina o como consecuencia de una penosa enfermedad de un familiar, de un allegado, e incluso de un personaje de amplio reconocimiento popular. Las fibras se sacuden y los huesos parecen resquebrajarse por ese interminable estado de desazón que nos persigue cuando alguien cercano a nuestros más puros afectos ha de alejarse físicamente de nuestros espacios más íntimos. Las ilusiones se obnubilan en medio de la angustia, el desespero, y el enorme vacío que nos traspasa, a dentelladas, sin pedir permiso y queriendo arrasar con nuestro más sensible resquicio de equilibrio y balance emocional. El corazón compungido y abatido, se encoge, se achica y se estira bajo el alocado compás que nos acobarda por más que nuestros deseos se intensifiquen para sacarnos del abismo, del lodo que nos envuelve. Sin embargo y como expresión de una de las particulares paradojas que caracterizan a parte de la tradicional idiosincrasia occidental, la muerte ha sido c
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