Duele, sin
duda, la muerte en forma repentina o como consecuencia de una penosa enfermedad
de un familiar, de un allegado, e incluso de un personaje de amplio
reconocimiento popular. Las fibras se sacuden y los huesos parecen
resquebrajarse por ese interminable estado de desazón que nos persigue cuando
alguien cercano a nuestros más puros afectos ha de alejarse físicamente de
nuestros espacios más íntimos.
Las
ilusiones se obnubilan en medio de la angustia, el desespero, y el enorme vacío
que nos traspasa, a dentelladas, sin pedir permiso y queriendo arrasar con
nuestro más sensible resquicio de equilibrio y balance emocional. El corazón
compungido y abatido, se encoge, se achica y se estira bajo el alocado compás
que nos acobarda por más que nuestros deseos se intensifiquen para sacarnos del
abismo, del lodo que nos envuelve.
Sin embargo
y como expresión de una de las particulares paradojas que caracterizan a parte
de la tradicional idiosincrasia occidental, la muerte ha sido convertida en
motivo de consumo de una infinita gama de productos. Unos, diseñados para
prevenirla a través de bienes y servicios concebidos para alargar nuestra
pasajera estancia terrenal en buenas condiciones físicas. Otros, para aceptarla
con resignación y conformismo espiritual mediante plegarias elevadas a las
fuerzas divinas para que nos den sosiego y nos ayuden a soportar la dolencia. Y
otros, pensados para “olvidar” y
sumirse en una especie de aletargamiento momentáneo que nos permita ahogar las
penas y la amargura.
Entre estos
últimos productos de amplia aceptación popular, en Colombia pueden verse, en
ciudades y poblados, a la salida de muchos cementerios unos locales comerciales
bautizados y reconocidos a través de generaciones enteras como “La última lágrima”. Una mezcla de tienda
y bar abierto para todo público.
Estos
sitios donde se busca disipar el dolor, patrocinados por las empresas
productoras de bebidas alcohólicas que buscan incrementar su presencia
terrenal, se han convertido en “solidarios”
puntos de encuentro en el que familiares y amigos desfogan sus rabias, sus
frustraciones, sus impotencias, pero sobre todo, donde todos quieren “matar” la pena a través del licor que
corre por sus gargantas aturdidas y tristes.
Allí, en medio
de una decoración que combina afiches de alegres y sensuales mujeres incitando
al placer y al abandono con listas de precios y avisos sociales de alquiler de
cuartos y apartamentos, los deudos se reúnen para comentar las circunstancias
en las que ocurrió el deceso. Tratando de cerrar los ojos y pensando en el
futuro que les espera sin la persona amada, admirada, o recordada se acompañan
de una botella o un vaso de su licor preferido al calor de sus afligidas y
trágicas evocaciones del alma.
Con la tristeza
en sus miradas, los rostros lastimados por el trasnocho y la ansiedad metida en
sus pesarosos corazones, se sientan alrededor de una mesa improvisada a soltar
sus abatimientos, a hablar de toda la pena reprimida, a contarse lo que han
ocultado durante las horas de velación o de traslado desde una ciudad lejana, a
compartir sus desvelos, a sufrir por enésima vez lo que han padecido desde que
conocieron la inesperada noticia o desde que presenciaron los fatales
acontecimientos, a hablar, a conversar, a tratar de exorcizar esos fantasmas
que los recorren sin avisar, a despejarse.
Pareciera
como si se entre todos hubiesen puesto de acuerdo para verter “la última lágrima”, en una suerte de
despedida que a pesar de despedazarles el aliento quisieran enmascarar entre la
nostalgia y su humana negativa a aceptar los designios de la vida y de la
muerte.
Y por
supuesto que el tendero, el dependiente, el propietario de “La última lágrima” está allí,
perfectamente ubicado, esperando que los rezos y las oraciones se terminen y al
cuerpo del difunto se le haya dado cristiana sepultura, como tradicional
antesala del licor que debe acabar con el ritual del dolor que todos tenemos
que mostrar, so pena de sentirnos señalados y socialmente castigados.
Con todo
preparado, el tendero-barman se
encarga de atender a estos apesadumbrados dolientes con prontitud, con esmerada
dedicación, con un gesto de aparente solidaridad, limpiando las mesas,
ofreciendo las cervezas frías, el aguardiente puesto en el refrigerador con
varias horas de antelación, el ron traído de otras regiones, la gaseosa casi
congelada, el agua mineral para mojar la garganta, el agua en bolsas, el dulce
para el niño triste, el helado hecho en casa.
Así son
estas “últimas lágrimas” donde
combinando lo sagrado y lo pagano se le da la humilde despedida a quien se ha
ido para siempre, y se trata de abrirle paso a una nueva vida sin la presencia
física de quien hemos amado, o con quien hemos compartido algunas horas, así
sea en la distancia de los kilómetros.
Indudablemente
una manifestación más de ese oportunismo comercial que ha caracterizado el
temperamento colombiano, aprovechando el dolor y la pena para crear y mantener
exitosos negocios apoyados en
el sufrimiento y la amargura que la muerte trae consigo.
ALFILER: ¿Qué necesitarán los guerreristas uribistas
para dejar de engañar a la gente después que se entregaron más de 7000 armas a
la ONU? Es increíble que no se “den
cuenta” de lo que ello ha significado y significará para el país. A pesar
que las cifras de la reducción de la violencia los desmienten, insisten en
querer tergiversar lo que sucede. Y lo peor, a los grandes medios pareciera no
interesarles más allá de presentar la noticia como una más. Qué tristeza!!!
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