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LA ÚLTIMA LÁGRIMA. Dagoberto Páramo Morales

Duele, sin duda, la muerte en forma repentina o como consecuencia de una penosa enfermedad de un familiar, de un allegado, e incluso de un personaje de amplio reconocimiento popular. Las fibras se sacuden y los huesos parecen resquebrajarse por ese interminable estado de desazón que nos persigue cuando alguien cercano a nuestros más puros afectos ha de alejarse físicamente de nuestros espacios más íntimos.
Las ilusiones se obnubilan en medio de la angustia, el desespero, y el enorme vacío que nos traspasa, a dentelladas, sin pedir permiso y queriendo arrasar con nuestro más sensible resquicio de equilibrio y balance emocional. El corazón compungido y abatido, se encoge, se achica y se estira bajo el alocado compás que nos acobarda por más que nuestros deseos se intensifiquen para sacarnos del abismo, del lodo que nos envuelve.
Sin embargo y como expresión de una de las particulares paradojas que caracterizan a parte de la tradicional idiosincrasia occidental, la muerte ha sido convertida en motivo de consumo de una infinita gama de productos. Unos, diseñados para prevenirla a través de bienes y servicios concebidos para alargar nuestra pasajera estancia terrenal en buenas condiciones físicas. Otros, para aceptarla con resignación y conformismo espiritual mediante plegarias elevadas a las fuerzas divinas para que nos den sosiego y nos ayuden a soportar la dolencia. Y otros, pensados para “olvidar” y sumirse en una especie de aletargamiento momentáneo que nos permita ahogar las penas y la amargura.
Entre estos últimos productos de amplia aceptación popular, en Colombia pueden verse, en ciudades y poblados, a la salida de muchos cementerios unos locales comerciales bautizados y reconocidos a través de generaciones enteras como “La última lágrima”. Una mezcla de tienda y bar abierto para todo público.
Estos sitios donde se busca disipar el dolor, patrocinados por las empresas productoras de bebidas alcohólicas que buscan incrementar su presencia terrenal, se han convertido en “solidarios” puntos de encuentro en el que familiares y amigos desfogan sus rabias, sus frustraciones, sus impotencias, pero sobre todo, donde todos quieren “matar” la pena a través del licor que corre por sus gargantas aturdidas y tristes.
Allí, en medio de una decoración que combina afiches de alegres y sensuales mujeres incitando al placer y al abandono con listas de precios y avisos sociales de alquiler de cuartos y apartamentos, los deudos se reúnen para comentar las circunstancias en las que ocurrió el deceso. Tratando de cerrar los ojos y pensando en el futuro que les espera sin la persona amada, admirada, o recordada se acompañan de una botella o un vaso de su licor preferido al calor de sus afligidas y trágicas evocaciones del alma.
Con la tristeza en sus miradas, los rostros lastimados por el trasnocho y la ansiedad metida en sus pesarosos corazones, se sientan alrededor de una mesa improvisada a soltar sus abatimientos, a hablar de toda la pena reprimida, a contarse lo que han ocultado durante las horas de velación o de traslado desde una ciudad lejana, a compartir sus desvelos, a sufrir por enésima vez lo que han padecido desde que conocieron la inesperada noticia o desde que presenciaron los fatales acontecimientos, a hablar, a conversar, a tratar de exorcizar esos fantasmas que los recorren sin avisar, a despejarse.
Pareciera como si se entre todos hubiesen puesto de acuerdo para verter “la última lágrima”, en una suerte de despedida que a pesar de despedazarles el aliento quisieran enmascarar entre la nostalgia y su humana negativa a aceptar los designios de la vida y de la muerte.
Y por supuesto que el tendero, el dependiente, el propietario de “La última lágrima” está allí, perfectamente ubicado, esperando que los rezos y las oraciones se terminen y al cuerpo del difunto se le haya dado cristiana sepultura, como tradicional antesala del licor que debe acabar con el ritual del dolor que todos tenemos que mostrar, so pena de sentirnos señalados y socialmente castigados.
Con todo preparado, el tendero-barman se encarga de atender a estos apesadumbrados dolientes con prontitud, con esmerada dedicación, con un gesto de aparente solidaridad, limpiando las mesas, ofreciendo las cervezas frías, el aguardiente puesto en el refrigerador con varias horas de antelación, el ron traído de otras regiones, la gaseosa casi congelada, el agua mineral para mojar la garganta, el agua en bolsas, el dulce para el niño triste, el helado hecho en casa.

Así son estas “últimas lágrimas” donde combinando lo sagrado y lo pagano se le da la humilde despedida a quien se ha ido para siempre, y se trata de abrirle paso a una nueva vida sin la presencia física de quien hemos amado, o con quien hemos compartido algunas horas, así sea en la distancia de los kilómetros.
Indudablemente una manifestación más de ese oportunismo comercial que ha caracterizado el temperamento colombiano, aprovechando el dolor y la pena para crear y mantener exitosos negocios apoyados en el sufrimiento y la amargura que la muerte trae consigo. 

ALFILER: ¿Qué necesitarán los guerreristas uribistas para dejar de engañar a la gente después que se entregaron más de 7000 armas a la ONU? Es increíble que no se “den cuenta” de lo que ello ha significado y significará para el país. A pesar que las cifras de la reducción de la violencia los desmienten, insisten en querer tergiversar lo que sucede. Y lo peor, a los grandes medios pareciera no interesarles más allá de presentar la noticia como una más. Qué tristeza!!!

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