Aunque
pueda parecer extraño la aplicación de los postulados del marketing también se
ha extendido a las esferas gubernamentales y estatales. Al menos así lo señalan
las evidencias detectadas en ciertos países. La recurrente utilización de
algunas de las técnicas del marketing es innegable. Desde el diseño y ejecución
de sondeos permanentes para conocer la opinión y el grado de satisfacción o
insatisfacción de los ciudadanos, hasta la formulación de estrategias y
programas de mercadeo encaminados a solucionar la principal problemática,
pasando por la estructuración de comunicaciones masivas ya sea induciendo
ciertos cambios sociales o dando a conocer proyectos especiales de bienestar
colectivo. Todo ello se ha hecho a partir de una clara y obligatoria segmentación
de mercados. A través de este imperativo del marketing se ha buscado que de
forma más o menos equilibrada toda la sociedad reciba los beneficios de
determinada gestión de acuerdo con sus particulares características.
No
obstante esta tendencia mundial, en Colombia y en varios países
latinoamericanos, como muchas de las sinrazones que vivimos, hemos caminado en
sentido contrario. Injustificable.
Aquí,
al igual que en todos los países existen claras diferencias entre los grupos de
la sociedad hacia quienes se les deben otorgar beneficios también diferenciados
de acuerdo con sus necesidades más sentidas. Pero a diferencia de lo que sucede
en otros territorios, aquí, a quién más necesita menos se le da, o peor aún, más
se le quita por diferentes vías. Y paradójicamente, a quién más tiene más se le
entrega, también por distintas rutas. Lo chocante es que las claras
preferencias en favor de los más pudientes contrastan, de manera desvergonzada,
con las inmensas necesidades de la mayoría de la gente que puso sus expecativas
en manos de sus candidatos de preferencia el día que decidieron depositar su
voto en las urnas.
Esta
inequitativa práctica política y politiquera ha transformado la concepción del
marketing gubernamental en Colombia en un arma que en lugar de contribuir a
reducir los grandes abismos sociales entre unos y otros, ha profundizado las históricas
desigualdades e inequidades. Mientras que para aquel segmento de mercado que de
forma abrumadora “compró” con su voto un paquete de programas que solucionarían
sus ingentes problemas no recibe su debido “pago” a través de los beneficios
recibidos, una minoría es la que verdaderamente disfruta de los favorables
términos que este singular tipo de intercambio cada día les entrega.
Y
ello, con muy pocas honrosas excepciones, se ha sentido prácticamente en todos
los niveles del gobierno. Desde las altas esferas del poder se toman decisiones
que desde el marketing y su impacto en el bienestar de la mayor parte de la población
son francamente incomprensibles. Pareciera como si quienes elegidos por voto
popular o por nombramiento oficial perdieran el horizonte que los llevó a sus
cargos y ungidos de una “incuestionable sabiduría”, se dedicaran a ejercer un
desaforado autoritarismo que los lleva al abuso y al atropello. Todo ello por
encima de las promesas con las cuales cautivaron la atención de sus potenciales
electores, suscitaron su interés, estimularon su deseo y los indujeron a las
urnas convencidos de las promesas impulsadas desde sus rimbombantes casas de
campañas partidistas.
Las
evidencias son múltiples. Basta con analizar la creciente pobreza que se ha
vivido en Colombia en las últimas décadas que contrastan con las maquilladas
cifras oficiales cuyos expertos parecieran residir en otros mundos. Y ni qué
decir del víacrucis que hay que padecer cuando el ciudadano común y corriente
tiene que relacionarse con alguna parte del Estado o del gobierno local,
departamental o nacional. Todo allí es lento, complicado, errático,
desesperante. La ineficiencia pareciera ser el elemento diferenciador. Nuestra
realidad nacional está cargada de ejemplos por doquier no obstante que en
tiempos de campaña se haya prometido, como producto electoral, la modernización
institucional, la lucha contra la corrupción, la batalla contra la
politiquería.
La
insensibilidad para atacar los grandes problemas de nuestra maltrecha sociedad
no tiene nombre. Qué importa sin al hacerlo se prioriza el interés de unos
cuantos en detrimento de las inmensas capas de la población que carga con el
lastre de haber nacido en la pobreza y sin mayores oportunidades de construir
su propio futuro. Produce impotencia.
De
otra forma no se pueden explicar las “sesudas” decisiones tomadas por cada gobierno
que al terminar su respectivo periodo institucional, en vez de reducir la
brecha social que ha prometido, incluso, acabar, la ha profundizado cada vez
más como lo muestran las cifras de diferentes organismos oficiales.
¿Hasta
cuándo seguiremos comprando productos electorales que no cumplen su promesa de
venta electoral? ¿Algún día los elegidos por el voto popular o los nombrados en
cargos públicos entenderán que el marketing gubernamental podría ayudarnos a
todos a superar la endémica desigualdad que hemos vivido a lo largo de nuestra
vida republicana?
Sería
fácil si los funcionarios públicos dignificaran el noble ejercicio de la
política y mostraran algunos sentimientos de sensibilidad social y humana en
pro de las mayorías y de sus enormes carencias económicas y sociales.
El
marketing gubernamental solo exige coherencia entre el discurso de campaña y las
acciones plasmadas en sus respectivos planes de gobierno. No es mucho pedir, ¿o
si?
ALFILER:
Ahora dirán que Myles Frechette (exembajador de Estados Unidos en Colombia,
1994-1997) es un enmermelado castrochavista al declarar que Alvaro Uribe Vélez
tuvo que ver con el auge del paramilitarismo en Colombia y que su
desmovilización fue “chimba”.
http://dontamalio.com/columnistas/dagoberto-p-ramo-morales/marketing-gubernamental-en-colombia
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Twitter: @dagobertoparamo
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