Casi como los saltimbanquis de la edad media pueden verse a estos hombres –y sus mujeres- llenos de ilusión y con deseos de vender todo lo que han podido comprar o sacar fiado para ser llevado hasta el confín de cada pueblo colombiano buscando la “satisfacción” de sus a veces fugaces compradores. Allí, en medio del sol o de la lluvia, promoviendo la venta de platos, ollas, cacerolas, cucharas, cuchillos, tenedores, vasos, copas, pocillos y uno que otro adorno para la cocina y la sala, estos hombres con las gotas de un sudor salobre que se desgaja por entre sus caras cansinas y decididas a llevar el pan de cada día a sus hogares, vociferan gritos al compás de sus particulares mecanismos de presión que usan para vender lo que sea a costa de lo que sea. Pareciera que nada les importara más que “hacer su agosto” sin mirar, muchas veces a aquellos terrenales seres, comunes y corrientes, que se agolpan a su alrededor en procura de una gran oportunidad de adquirir productos a bajo prec
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