¿Quién no ha visto ondear un trapo rojo en las afueras de algún restaurante ya sea en las afueras de cualquier ciudad, o en la mitad de una de esas carreteras olvidadas de Dios por las que los colombianos solemos transitar? ¿Quién no ha visto a unos jóvenes, pálidos pero emocionados, hacer hasta lo imposible para que nos detengamos a degustar su rica oferta culinaria, sacudiendo sus manos o pronunciando vocablos a veces inentendibles? ¿Quién no ha sentido la tentación de detener su automóvil y traspasar los quicios de esas puertas que nunca se cierran de aquellos negocios, a veces improvisados, con los cuales muchos compatriotas se ganan la vida a punta de mercadear sus productos de sabores auténticamente regionales? ¿Quién no ha sentido ese aroma de comida típica que al surcar el aire nos induce a hacer una parada en estos restaurantes de carretera? Así, en las orillas de cualquier “ autopista ” nacional o de algún polvoriento camino, armados del infinito ingenio propio de nues
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